- qué significa el término “vanguardia” y a qué se alude con la expresión “vanguardias históricas”,
- qué deudas o conexión tienen esas vanguardias históricas con algunos fenómenos y planteamientos del siglo XIX,
- cuáles son los rasgos esenciales que pueden caracterizar a la vanguardia en su conjunto,
- Qué papel se adjudica al arte, es decir, en qué se convierte la obra de arte a partir de los planteamientos de las vanguardias, y qué novedad plantean en cuanto a la relación del ser humano con el arte.
El término vanguardia procede del vocabulario militar en el que hace referencia a los que van por delante del resto, abriendo e indicando el camino. Así pues, es un término con connotaciones de estrategia y, en este sentido y con este objetivo, empezó a emplearse con relación al mundo de la cultura desde el siglo XIX[1] y se generaliza a comienzos del siglo XX.
El uso de esta denominación con relación al arte, por consiguiente, implica una voluntad de reconocerle y adjudicarle una capacidad de anticipación, de apertura de nuevos caminos y de nuevas formas de experiencia artística. Concepción que, en cierta medida, deriva y estaría en consonancia con el ideal ilustrado del arte entendido como instrumento didáctico, como un lenguaje capaz de transmitir contenidos y provocar experiencias y conocimiento. La diferencia, no obstante, radicaría en que en este momento lo que se pretende transmitir o mostrar no está, en principio, en relación ni al servicio de ninguna idea o propósito externos a los intereses del propio arte, ni tan siquiera al servicio de ideales “a priori” o en abstracto.
Así pues, es este el sentido con el que se emplea la denominación de vanguardias para englobar los distintos movimientos, propuestas y actitudes artísticas innovadoras, que se desarrollan en Europa aproximadamente desde 1905 hasta la Segunda Guerra Mundial.
Ya más en concreto la denominación de vanguardias “históricas”, que es la más comúnmente empleada, implicaría su reconocimiento como fenómeno que se inserta en un contexto temporal marcando un hito y sirviendo de referencia respecto a la tradición anterior. También se les ha denominado, sin embargo, vanguardias “clásicas” entendiendo posiblemente que se han convertido en un tipo de modelo normativo –en una especie de canon– para cualquier propuesta rupturista posterior. Y, finalmente, en otras ocasiones reciben el calificativo de “heroicas” como forma de reconocer no sólo la novedad sino también las dificultades y los impedimentos con que hubieron de enfrentarse unas propuestas que eran contrarias a los gustos, demandas y expectativas de su época.
Y es que el fenómeno de las vanguardias no puede explicarse desde las mutaciones del gusto –como señala Mario de Micheli-. Es más, las vanguardias históricas -y probablemente cualquier tipo de vanguardia- no “barrieron” otras formas de arte, ni fueron en entendidas, ni contaron con la aceptación de una crítica y un público que, en su mayoría, efectuaban sus valoraciones desde preceptos académicos y desde convencionalismos del pasado, más en concreto, del siglo XIX.
Sin embargo, -y en contra de lo que sostiene M. de Micheli- las vanguardias son, en buena medida, consecuencia de algunos factores y de algunas mutaciones que se inician y se producen en el siglo XIX, es decir, no surgen de la nada ni son independientes o explicables sin ninguna referencia al siglo anterior.
En este sentido el primer factor a tener en cuenta es la aparición de la fotografía, invento que hace su aparición pública en 1839 como uno de los resultados del espíritu de investigación y del afán experimentador que había impulsado la Ilustración y determinado la Revolución Industrial.
El rápido y constante perfeccionamiento técnico que alcanzó la fotografía contribuyó, por un lado a popularizar el invento y su uso pero, por otro, también contribuyó a agudizar el planteamiento de las cuestiones sintácticas, a provocar interrogantes sobre el valor de la imagen fotográfica y pictórica originando un intenso debate de enormes consecuencias especialmente para la pintura pero, a la larga, para toda forma de expresión plástica: ¿qué sentido tenía seguir representando la realidad exterior por medio de la pintura cuándo existía un medio técnico que conseguía este resultado de manera más rápida y más fielmente?, ¿Qué era lo específico del lenguaje pictórico?
Según Argan, en el debate filosófico que se plantea sobre el valor de la imagen pictórica pronto se perfilan dos soluciones: o bien se elude el fondo del problema afirmando que el arte es una actividad espiritual que no puede ser sustituida por un medio mecánico -tesis de los simbolistas y corrientes afines-; o se reconoce que el problema existe y que es un problema de visión, que sólo se puede resolver definiendo con claridad la distinción entre los tipos y las funciones de la imagen pictórica y fotográfica -tesis de los realistas e impresionistas-. En el primer caso la pintura tiende a plantearse como poesía o literatura en imágenes; en el segundo la pintura, liberada de su tradicional función de “representar lo real”, tiende a plantearse como “pintura pura”, es decir, a aclarar cómo, con procedimientos pictóricos rigurosos, se obtienen valores que no pueden alcanzarse de ninguna otra manera.
Tanto para esta segunda postura, como en el fondo para la anterior, lo que había provocado la aparición de la fotografía era una crisis en el sistema del arte haciendo tambalearse concepciones sólidamente arraigadas en el occidente europeo desde el Renacimiento. Particularmente importante era la relativización que se producía en torno a la tradicional función de la pintura de representar ilusionísticamente la realidad.
Desde un punto de vista sociológico, por otra parte, la aparición de la fotografía supuso un perjuicio para los pintores de oficio al sustraerles bastantes cometidos de los que tradicionalmente se ocupaba la pintura -retratos, representaciones de paisajes por encargo (bien vistas, bien paisajes topográficos), pinturas conmemorativas...-. Esto contribuyó a desplazar la actividad pictórica a una actividad de élite -ahondando en los planteamientos del romanticismo-, es decir, a una actividad para minorías y, por consiguiente, susceptible de encerrarse en su propia esfera.
Por ello, las propuestas pictóricas más renovadoras o revolucionarias de la segunda mitad del siglo XIX empezarán por poner en cuestión el tema relativizando su importancia y tratando de quitarle cualquier carga literaria o significativa -realismo, naturalismo-, para pasar, en un tiempo relativamente corto, a reflexionar sobre los medios, su estudio y empleo con cierta voluntad de rigor científico -impresionismo, neo-impresionismo-.
Junto a la fotografía, el cinematógrafo -1895- también contribuiría a arrebatar a la pintura su función de reconstruir la realidad, de narrar hechos y permitir la identificación del público con ellos, o al menos su proyección en ellos. El cine venía así a llenar una de las funciones tradicionales de la pintura y lo hacía, además, de una manera mucho más convincente y real, en definitiva, más efectiva desde el punto de vista de la comunicación. Todo ello contribuyó aún más a relegar la actividad artística y a disminuir su demanda lo que facilitaba, cuando no impulsaba, a los artistas a plantearse nuevos problemas en relación con su propio oficio y a considerar los lenguajes artísticos como lenguajes específicos desde los que se aborda la realidad de un modo diferente y propio.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que los nuevos inventos a que hemos hecho referencia eran consecuencia de los espectaculares avances de las ciencias experimentales que habían alcanzado un notable prestigio desde el punto de vista social durante todo el siglo XIX, y que continuaban su imparable trayectoria. Por ello, no es de extrañar tampoco que los artistas, o algunos artistas, se sintieran atraídos por los descubrimientos, por el rigor y la metodología propias de la ciencia y, en consecuencia, procuraran someter su trabajo a sistemas o procedimientos rigurosos, basados en principios experimentales y verificables en los que, en ocasiones, se percibe la influencia -aunque sea indirecta- de los nuevos descubrimientos, teorías o planteamientos (dato que conviene tener muy presente para entender algunas de las propuestas y resultados de los movimientos de vanguardia).
A pesar de las indudables relaciones de la vanguardia con algunas de las tradiciones del siglo XIX, uno de sus rasgos esenciales es su decidida voluntad de ruptura con cualquier tradición heredada, voluntad clara, activa y, en ocasiones, belicosa que impregna el ideario vanguardista y que se manifiesta especialmente en el rechazo a considerar el arte como reflejo de la realidad o medio que puede propiciar su conocimiento. A partir de ahora el arte se convierte en una realidad autorreferente, que es lo que señala Arnold Gehlen cuando afirma que en el arte contemporáneo el pintor pinta problemas artísticos.
La independencia del arte, su autonomía frente a la representación especular de la realidad, abrirá múltiples caminos y posibilidades al arte: “[…] la actividad artística, al tomar conciencia de su autonomía y al someterla a prueba, atraviesa un terreno prácticamente inagotable de acontecimientos formales, donde cada uno de ellos puede afirmar de sí mismo que constituye una nueva ‘ampliación’ de nuestra ‘experiencia’”[2].
Uno de los principales imperativos de la vanguardia es la ruptura con la representación ilusionista del espacio tridimensional que se efectuaba en la pintura. Por tanto, “se denuncian como obsoletas todas las condiciones plásticas que se derivan de la aceptación de la perspectiva basada en el cubo escenográfico del renacimiento”[3]. Este rechazo determina que el plano representativo se plantee y se trate en superficie. Pero también encontraremos propuestas que se orientan a plasmar la polidimensionalidad de la imaginería moderna ya que se menosprecia la mera ilusión de tridimensionalidad por su insuficiencia objetiva.
En conexión con algunos planteamientos científicos, la vanguardia -o parte de ella- manifiesta bastante desconfianza hacia la fiabilidad del conocimiento sensible. Tatlin lo expresa de manera clara: “Declaramos nuestra desconfianza en el ojo, y colocamos bajo control nuestras impresiones sensibles”[4]. Actitud más evidente en los movimientos con una fuerte carga intelectual como los constructivistas o los neoplásticos.
El rechazo de la representación ilusionista de la realidad y de los cánones que la regían, y la desvinculación respecto a las condiciones habituales de la visualidad determinan que desaparezca para el espectador la evidencia de la relación de la imagen artística con la experiencia visual del mundo exterior, lo que significa que la obra de arte deja de suministrar imágenes reconocibles al modo tradicional. Las formas que se emplean no vienen determinadas más que por el propio proceso artístico, derivan de procesos y persiguen objetivos fundamentalmente artísticos, por ello, “es una constante en el arte de vanguardia el establecimiento de códigos autosuficientes”[5]. Las vanguardias instan a que el arte deje de ser imitativo y se constituya en productivo[6].
Esto nos remite a una premisa central de la vanguardia que es la afirmación de la autonomía del arte frente al mundo visual, pero también frente a otras formas de conocimiento o enfrentamiento con la realidad. Se afirma que el arte no debe imitar la realidad, y se defiende que lo que produce es una realidad nueva, es decir, que el arte es una nueva forma de realidad. Con ello se retoman, aunque con mayor radicalidad y con otro alcance, los planteamientos ilustrados que adjudicaban al arte una enorme utilidad como medio de experiencia y herramienta de conocimiento tan útil y eficaz como cualquier ciencia, aunque con objetivos y procedimientos diferentes.
Como consecuencia de lo anterior, las vanguardias plantean la autonomía de la experiencia estética respecto a otras formas de experiencia y reivindican su subjetividad. Principio derivado de la noción de autarquía propugnada por la Ilustración, es decir, de la independencia del individuo respecto a cualquier norma o sistema externo, que no se derive de su propia razón[7]. La experiencia estética, por consiguiente, es, para la vanguardia una experiencia personal y libre. Lo cual determina, a su vez, que “a cada discurso artístico le corresponde una experiencia específica que tiene sus propios criterios de validez”[8].
La libertad de experiencias que se proclama afecta tanto a los espectadores como a los artistas y sus obras, cuya diversidad estilística se legitima en la propia autonomía de las propias obras, en el hecho de que sólo deban ser conformes a sí mismas, sin verse constreñidas por ningún precepto o norma, cuya universalidad se pone en duda.
De lo anterior se deriva que las vanguardias plantean un nuevo modo de relación de los espectadores con la obra de arte. En principio el arte de vanguardia parece exigir al espectador el abandono de cualquier código o premisa artística tradicional, ya que ninguno de ellos puede servir para canalizar la relación con una realidad que no se guía o sigue esos códigos ni parte de esas premisas. Y, en consecuencia, a la hora de aproximarse a las distintas formas artísticas, deberá efectuar el esfuerzo de tratar de conocer y comprender las claves y objetivos de cada tipo de lenguaje ya que cada uno se dirige a y pretende provocar un tipo de experiencias y conocimientos diferentes. Esto supone una nueva forma de entender el “reconocimiento”: no se trata de reconocer la realidad visible sino lo que la realidad artística presenta.
Por ello, la abstracción que se observa en algunos movimientos de vanguardia no sería resultado de un intento de separarse de la realidad sino, por contra, de presentar una realidad más profunda y subyacente. Con ello, se remite a un tipo de experiencias que ante todo son intelectuales.
Y en esas experiencias es fundamental el papel que se adjudica a los propios elementos formales. Si el proceso de emancipación artística comienza por la liberación respecto al mundo real, -lo que supone la liberación respecto al tema-, el arte de vanguardia pretende atraer la atención sobre los medios, sobre las capacidades expresivas autosuficientes de los elementos formales. El valor de la representación por tanto dejaría de estar en la identidad de lo representado para trasladarse a los medios empleados. Esto supone la independencia de los elementos significantes, es decir, la conversión del significante en significado.
Pese a todos estos elementos en común la vanguardia es un fenómeno heterogéneo -partiendo de las premisas anteriores no podía ser de otro modo- que nos muestra posturas y alternativas diferentes no sólo en cuanto a objetivos y medios, sino también en cuanto a su relación con la sociedad y su compromiso con ella. Así habrá grupos o artistas individuales que pretendan influir o intervenir directamente sobre la sociedad, que acepten y persigan un compromiso explícito; pero, junto a ellos y al mismo tiempo, habrá otros que persigan una indirecta transformación, una cierta revolución, dirigida más al individuo que al grupo.
Es preciso tener también en cuenta que las tendencias vanguardistas que tienen un ingrediente intelectual y formalista o una impronta ideológica fuerte se caracterizan por tener un código más coherente y uniforme, es decir, por mantener una grado de caracterización más nítido y constante. Esto se produce porque persiguen la utopía de constituir lenguajes plásticos específicos, a provocar la transformación de los medios. Por contra, aquellas que tienen una menor carga intelectual, que se dirigen, y tratan de representar, el mundo de las vivencias subjetivas, que pretenden recoger las experiencias internas -psíquicas, oníricas,...- muestran una gran disparidad de códigos y su caracterización es más difusa y particular, como corresponde a alternativas en las que el lenguaje es un medio y no un fin.
Finalmente, aunque se sepa, es necesario recordar la simultaneidad con la que se presentan estas propuestas y alternativas a lo largo de los años. El fenómeno no es nuevo porque se aprecia ya en el siglo XVIII. Sin embargo, es esencial porque implica la relativización -y la falta de operatividad o lógica- del empleo de criterios explicativos basados en la derivación, la influencia o la dependencia de las propuestas respecto a las anteriores. Sería útil incorporar, si fuera posible, visiones horizontales: es decir, analizar qué ocurre, qué se hace en un período corto como uno o dos años. Este procedimiento facilita el apreciar de la simultaneidad de las propuestas pero, sobre todo, permite comprender el carácter antagónico y, a veces, alternativo que suponen las diferentes visiones artísticas.
[1] “En el siglo XIX empezó a aplicarse en Francia esta noción al mundo de la cultura para aludir a los compromisos progresistas de ésta. En este sentido, su uso se remonta al ensayo de 1825 L’artiste, le savant et l’industriel de O. Rodrigues, y al escrito de D. Lavedant De la mission de l’art et du rôle des artistes , que data de 1845”. Javier Arnaldo. Las vanguardias históricas (1). Madrid. Historia16, 1993. p. 6.
[2] Hofmann, Werner. Los fundamentos del arte moderno. Península. Barcelona, 1992. p. 207.
[3] Arnaldo, Javier. Op. cit. p. 12.
[4] Ibidem, p. 12.
[5] Arnaldo, Javier. Op. cit. p. 12.
[6] Ibidem. p. 20.
[7] Ibidem. p. 20. Señala que existe una correlación entre la autonomía artística y la autarquía moral del individuo propugnada por la Ilustración: Kant, Lessing y otros señalaron que el comportamiento ético del individuo no radicaba en el sometimiento a leyes externas, sino en el ejercicio de la virtud por la virtud, de acuerdo a sus disposiciones individuales, que son instancias de la razón, de las cuales ha de saber servirse.
[8] Ibidem. p. 22.
[Autor Javier Arnaldo, extraído de la web de Arte Historia por Esther Serna]







